sábado, 16 de marzo de 2013

La ecuación de la belleza

El XIX es un siglo clave para las letras por varias razones: la novela alcanza su mayoría de edad con narradores como Dickens, Balzac, Víctor Hugo, Goethe, Dostoievski y Tolstói (el ritmo de esta narrativa es parsimonioso pero su perspicacia dramática es notable, si nos atenemos a los que la han soportado hoja por hoja y diente por diente); nace el mundo literario en cuanto campo sociológico: industria editorial, publicaciones especializadas, grandes tirajes, cenáculos, manifiestos estéticos, autores muy populares; Baudelaire y su pandilla descubren que lo feo también es un tema poético; Marcel Schwob introduce elementos de ficción en la biografía con un pulso soberbio; nace el cuento moderno con Poe, Hawthorne, Balzac y Mallarmé; Wilde hace teoría literaria con una prosa irónica y espléndida (La decadencia de la mentira, Pluma, lápiz y veneno). Si hilamos muy delgado, podemos encontrar antecedentes de todos estos hitos en los siglos anteriores e incluso en la Antigüedad, pero hay algo que es propio del XIX: la crítica literaria se centra en su asunto, es decir, deja de tomar las obras como pretexto para reflexionar sobre moral, religión o política y empieza a hablar de manera técnica y específica por la boca de Poe. El crítico ya no se irá por las ramas de la historia mozárabe en los alcázares del Cid, ni se perderá en discusiones teológicas en los círculos de Dante, ni en debates morales en el gabinete de Fausto, ni en cotilleos políticos en la corte de Weimar. No: en adelante, las humanidades serán sólo el contexto de la crítica, no su materia, y el crítico hablará el lenguaje de Poe: tensión, brevedad, unidad de efecto, verosimilitud, economía, precisión, amoralidad. La vigencia de los criterios de Poe se siente en cada página de los mejores críticos contemporáneos. Un ejemplo: todos ellos coinciden con Poe en aplaudir las ficciones de Nataniel Hawthorne, y en censurar las moralejas que las infestan y las convierten en fábulas pedagógicas (a propósito: ¿por qué el arte, cifra de la humanidad, es refractario a algo tan noble como los mensajes pedagógicos?). Como era genio, noctámbulo, necrófilo y bohemio, Poe fue también el primero en explicar de manera correcta por qué es negra la noche, asunto en el que habían fracasado talentos de la talla de Newton y Kepler, como expliqué aquí alguna vez. No contento con pulsar como nadie las fibras del horror, inventar el cuento policíaco, escribir la poética del género y hacer de la crítica un arte preciso, el borracho de Boston aún realizó otra hazaña: descubrió el lector. Aunque parezca increíble, durante dos mil años los autores de poética y preceptiva habían ignorado esta clave de la literatura. Hubo que esperar hasta Poe para que alguien escribiera que el poema no debería tener más de cien versos con el fin de que pudiera ser leído de una sentada y no se perdiera la “unidad de efecto”. La cifra es arbitraria, claro, pero lo importante es que este precepto quita el foco del ombligo del autor y lo pone sobre el lector, esa pieza esencial que los escritores, extasiados con el sonido de su propia voz, no habían advertido nunca. La estética comienza con Pitágoras, un señor lo bastante místico como para pensar que estudiando las proporciones de melodías, rostros, esculturas y edificios notables, podía encontrar la ecuación de la belleza. Una obsesión del mismo orden le inspiró a Poe la creación de una poética con visos matemáticos, y la introducción de elementos científicos en el cuento, del cálculo en el horror. Es quizá por esta exótica combinación de variables, que este romántico nos sigue pareciendo moderno. Poe, principio y fin de todas las rosas Julio Cesar Londoño

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